jueves, 11 de agosto de 2011

Tomás Cruz conoce a un joven en Monterrey, Nuevo León (finales de l977)

Todavía puedo escribir en esta vieja libreta Moleskine que no recuerdo cuándo, ya hace tiempo, una día de Navidad, me regalo una de mis nietas. Me quedan pocas hojas y sólo las uso para algo así como un diario, o una memoria de cosas importantes que me suceden. Si escribiera mis notas periodísticas hace mucho que ya estuviera totalmente usada.
Pero no son estas cosas intrascendentes las que quiero reportar, si no el hallazgo de ese muchacho, Bernardo Cervera, quien seguramente es quien va a avisarles lo que suceda a mis conocidos, si acabo mis días en este hospital del IMSS. Desde el accidente en Tabasco mi salud ha ido de mal en peor. Si no me encuentro a Bernardo no estaría ahora escribiendo en esta cama. Tal vez estaría agonizando en un hotelucho, si no en alguna calle olvidada de esta metrópoli.
En verdad empecé a sentirme mal, muy mal. Totalmente desorientado. Ni siquiera me daba cuenta, en ese momento, que estaba en Monterrey. El calor me ahogaba. Parecía que las casas giraban como si yo fuera un eje alrededor del cual, como en los caballitos de las ferias, dieran vuelta las casas desconocidas, con sus fachadas sucias y descascaradas. Entré a esa cantina que de pronto me trajo recuerdos antiquísimos; del tiempo en que andaba buscando noticias en bares llenos de soldados, ya carrancistas, ya villistas o zapatistas, aunque de estos últimos no los encontré tanto en las cantinas citadinas. Pedí un mezcal y el mesero se me quedó mirando como a un bicho raro. Después Bernardo me dijo que en algunas de esas cantinas marginales de los antiguos barrios obreros y o populares de Monterrey el mezcal no se conoce y a veces ni tequila tienen. Total, pedí una cerveza y me quedé esperando, totalmente perdido, ausente. Seguramente el mesero pensó que estaba bien borracho y ya me estaba viendo torcido, como con ganas de sacarme a la mala, cuando se sentó frente a mi ese joven risueño, muy seguro de sí mismo a pesar de que, al rato, me di cuenta que no encajaba en el molde de los parroquianos del lugar. Le ordenó al mesero, con tono tranquilo pero firme, que me sirviera la cerveza que había pedido y otra igual para él. . Se tomó su cerveza despacio, saboreándola. No dejó que me acabara la mía. Casi no habló ese primer día. Me preguntó donde vivía. No recuerdo bien que le contesté, pero me acompañó a un hotel cercano, pagó la habitación y al día siguiente pasó muy de mañana por mi y me acompañó a desayunar. A partir de entonces nos vimos casi todos los día durante dos semanas. Me llamaba mucho la atención que tomara notas de todo lo que yo le platicaba. Hasta llegué a pensar que era policía o algo así. Se rió abiertamente cuando se lo insinué y fue entonces cuando me dijo que había terminado su carrera de sociología, que le interesaban mucho las cuestiones políticas y que andaba buscando material para su tesis profesional. Aseguró, entre bromas, que yo podía ser su asesor de tesis. Frente a mis carcajadas dijo que al menos, lo dijo muy en serio, yo sería su principal fuente de información y “un faro que oriente mis escritos y apunte hacia mis conclusiones”, afirmó. Después, cuando me resbalé y me caí a media calle, como ya sabía que soy pensionado del IMSS, me trajo aquí y desde entonces me visita a diario y me sigue haciendo preguntas y sigue escribe y escribe, tomando notas como desesperado; y sale con sus babosadas: que yo soy el abuelo que nunca tuvo, y se ríe con esa picardía que tanto gusta a la enfermera que me atiende.
Que bueno que lo encontré, o que él me encontró a mi. Aunque no soy su abuelo me atiende mejor que cualquiera de mis nietos. La enfermerita joven que se le cae la baba por Bernardo ya me está dando mucha lata para que me duerma, que ya es muy noche, que tiene que apagar las luces. Ya después seguiré escribiendo estas notas personales.

1 comentario:

  1. nunca acabo de enteder bien (de aprehender) a este Tomás Cruz. no sé si es que debo ponerle más atención. por si acaso, le pondré más atención.

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