jueves, 1 de julio de 2010

Batallas perdidas II

Hay unas pocas casas, no más de veinte, construidas al lado sur de una carretera poco transitada en aquel año 1976. La vía es el libramiento que une la autopista Monterrey-Saltillo con la salida de Monterrey a Laredo y corre de este a oeste en términos generales. Las viviendas son grises y chatas, aunque están construidas en un desplante que pretende ser urbano, con sus cortas y polvosas calles formando una retícula cuadriculada. El grupo de casas no es un poblado rural pero tampoco colonia de ciudad alguna. Sus habitantes son casi todos campesinos que la gran urbe de Monterrey amenaza con engullir. La cercanía del libramiento permite comunicación con la ciudad cercana, pero a partid del borde norte de la carretera todavía no hay ni una sola casa en muchos kilómetros de extensión. Cientos de hectáreas están resguardadas por tres hilos de alambre de púas. Dos o tres kilómetros más al norte, paralelo al libramiento, pasa un río, con un vado conocido como Paso Cucharas cuyas riveras tienen altos y frondosos árboles. Salvo ese manchón siempre verde, el gran llano reseco que se extiende frente al grupo de casas que se debate entre poblado rural y colonia marginal urbana, tiene uno que otro huizache desparramado en un pastizal reseco. Los pobladores saben que esos terrenos nunca han sido cultivados ni utilizados para el pastoreo de ganado, ni mayor ni menor. A seis o siete kilómetros por la carretera se encuentra un camino de terracería que conduce a otro grupo de casas, solamente cuatro, diseminadas en otras tantas pequeñas propiedades rurales, no mayores de tres o cuatro hectáreas cada una. Los campesinos dueños de esos predios sienten que están muy lejos de la ciudad; sobreviven con pequeñas cosechas de maíz para el autoconsumo y el pastoreo de pequeños ganados de chivos y borregos en tierras que suponen erróneamente sin propietario. Las cuatro familias ahí asentadas sueñan desde hace mucho en convertir en ejido las tierras en que han pastoreado desde que tienen memoria, pero como sus casas no llegan a constituir un poblado ni ellos completan en número de campesinos necesarios para solicitar ejido, piensan que su sueño es sólo eso.
Los habitantes del primer grupo de casas del que hablamos arriba son en cambio campesinos que están dejando de serlo. Uno de ellos, de nombre Casimiro Herrero, recibió en herencia dos hectáreas y media al sur del libramiento y colindando con él hace apenas cinco años. El terreno, ligeramente más elevado que las tierras circundantes, es árido y rocoso; aunque llueva no hay cosecha que se de en ese pedregal y vivir sólo en medio de la nada es una idea que no le atrae a Casimiro, que además sobrevive de subempleo marginal urbano desde hace tiempo. De joven vivió como peón agrícola en el vecino municipio de Villa de García pero la necesidad lo llevó a buscar trabajo en la gran metrópoli. En Monterrey ha laborado en muchas cosas, desde barrendero municipal hasta peón en la construcción y ayudante de carpintero, pero su fantasía es vivir del campo, produciendo maíz y pastoreando un buen rebaño de ganado menor. Como las dos hectáreas y media heredadas ni siquiera lo acercan a su sueño, Casimiro ha decidido invitar a muchos de sus conocidos a vivir en esas hectáreas sin pagar renta ni ser invasores de predios urbanos –paracaidistas les llaman en Monterrey–. Así nace el grupo de casas al borde de la carreterra. Muchos de los que han aceptado la invitación de Casimiro son como él campesinos que han venido a probar suerte a la gran urbe. Son “subempleados suburbanos” como miles de los migrantes que diariamente están llegando a Monterrey atraídos por el espejismo de la gran metrópoli, pero cuando en la tarde y después de un penoso peregrinar para llegar a su casa se toman un descanso, contemplan con nostalgia los terrenos del otro lado de la carretera y se piensan viviendo de trabajos agrícolas o pecuarios. La realidad convierte su sueño en pesadilla cuando al día siguiente tienen que salir antes del amanecer de su casa, caminar tres kilómetros para bordar un pésimo trasporte urbano que los conduce a un trabajo nunca seguro y siempre mal pagado que jamás habían desempeñado antes y que no les brinda ninguna satisfacción.
Entre estos pobres y marginados mexicanos renació la esperanza cuando Casimiro se topó casualmente con un grupo de jóvenes que pretendían sembrar un nuevo partido político en el estado de Nuevo León e invitó a sus amigos a escuchar a uno de ellos. Cómo fue eso posible, lo platicaremos la semana venidera.

1 comentario:

  1. Anónimo1/7/10, 6:45

    Desde luego ya es una batalla perdida querer seguir siendo campesinos y tener que ir a trabajar a la ciudad. Yo lo es.

    Continuaré leyéndote. Hoy me ha gustado muco tu descripción.

    Senocri, el africano español

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