jueves, 25 de agosto de 2011

Jacinto Arriaga y Manuel, hermano de Felipe Gómez (Ejido “La Maroma”, municipio de Jaumave, Tamaulipas, 1952)

La noche es clara y la temperatura un poco más que tibia. Desde la altura en que están sentados, los dos hombres contemplan la cuesta que desciende iluminada por la luna. Allá abajo, donde termina la falda de la serranía, la llanura semidesértica se alarga por kilómetros. Una serie de destellos, reflejo de la luminosidad lunar, da un toque de fantasía al espectáculo que Jacinto compara con otra noche muy diferente que su memoria le presenta, mientras su compañero observa como extasiado el panorama. Chinto se recuerda en otra noche de hace ya mucho tiempo, tranquila como la de hoy pero muy fría; se ve sentado bajo un pino, envuelto en una manta, mientras una ligera brisa mueve las copas de algunos árboles y deja entrever una luna llena como la de hoy en un cielo transparente, que anuncia helada en la madrugada. Aquella noche serena y silenciosa, hurtando el cuerpo al frío, rodeado por el bosque de coníferas de la sierra tarahumara, Jacinto estaba muy triste. Regresaba con sus compañeros de la División del Norte después de las derrotas sufridas en Sonora. Jacinto sospechaba entonces que pronto tendría que abandonar la lucha armada. Hoy, en la tibieza nocturna, contemplando un desierto, Chinto se pregunta de pronto por qué le vino a la memoria una noche en que estaba triste y hacía frío. En aquella ocasión, hace más de treinta años, se adivinaba el fin de una etapa ¿Acaso ahora terminaría otra? Además de la tranquilidad nocturna y una luna llena en un cielo limpísimo, no parece haber razón para evocar un bosque que casi ocultaba por completo al luminoso satélite.
Jacinto se obliga entonces a buscar el por qué de su recuerdo. Voltea a ver a su compañero que está tranquilamente sentado, con el sombrero puesto como si brillara el sol, los ojos abiertos siguiendo el movimiento de algo tal vez imaginario, concentrado en la observación de la llanura y las estribaciones de la serranía en que se encuentran. Chinto busca en sus recuerdos otra noche similar a la de hoy y encuentra algo inesperado: una noche de gran agitación, de la que no recuerda si hacía frío o calor, ni tiene idea si brillaba o no la luna, pero algo de aquella noche, víspera del asalto a Celaya a las órdenes de Pancho Villa, se asemeja mucho al sentimiento que con fuerza aflora de pronto en el ya no joven Jacinto Arriaga.
Todo se aclara en sus recuerdos y reflexiones. Aquella noche de tristeza en la Sierra Madre Occidental, el bullicio de la vigilia de un ataque armado y el momento presente tienen un hilo conductor común: la lucha armada que termina para tornarse lucha civil, batalla legal agraria, combate al fin de cuentas, aunque sea político, que sacude y aviva sentimientos como lo hace la inminencia de una ataque armado. El pasado no está muerto, es el suelo del que se levanta el presente. Se alza el ahora como uno de los grandes fresnos que dan sombra a su morada. Jacinto sabe que las luchas han crecido y albergan multitud de aves que descansan y anidan en sus victorias. El próximo lunes se dará otra gran batalla, ahora en Saltillo, contra quienes se han apropiado indebidamente de la cooperativa nacional ixtlera, conquistada hace años con lides semejantes. No se usarán armas de fuego pero la contienda será encarnizada. Hay que estar bien despiertos para que no ser derrotado.
– Ya vámonos Manuel. La noche es hermosa pero tenemos que vender el ixtle que tallamos esta semana para completar el pasaje a Saltillo – Jacinto se levanta y echa a caminar hacia donde está amarrado el burro.
– ¿No tienes miedo que no logremos nada? – Manuel Gómez se pone de pie y sigue a Jacinto.
– Tu hermano Felipe nunca dudó que alcanzáramos victorias. Ya tenemos muchas en nuestras alforjas. Una más es bien posible.

jueves, 18 de agosto de 2011

Lucio, el tzeltal, platica con el Profe (actualmente)


– Ya leí los pleitos en que te metiste en el Valle del Mezquital y en la Huasteca Hidalguense ¿Es verdad todo eso o tú te has inventado esas historias?
– ¿Tú que crees, Lucio? Si yo te digo que es todo cierto o que los cuentos están modificados, o hasta si te digo que todo es mentira, vas a seguir creyendo lo que quieras. Además ¿qué importa si es cierto o no? Son cosas del pasado.
– Mira nomás ¿ahora tú me sales con que el pasado no sirve? Te lo pregunto porque si hiciste todo eso ¿por qué estás ahora aquí nada más de flojo? ¿Por qué ya no participas en política? ¿Por qué ya no estás en ningún movimiento ni en ninguna lucha? Hasta dejaste de ir a las reuniones de la otra campaña.
– No jodas, Lucio. No tengo ganas de hablar de eso.
– Mira qué cómodo, cabrón. Mejor tu mujer les anda ayudando a los de Cañada Honda con lo de los venados y tú nada más te haces a un lado. Tú no jodas. Mejor vámonos a Chiapas y déjate de pendejadas.
– No, Lucio. Tú que eres de allá sí tienes que hacer en Chiapas. Yo no tengo nada que hacer entre los indígenas: no sé su idioma, no conozco su cultura, solo llevaría ideas de mestizo, más cercanas a las europeas que a las suyas. Para lo que estén haciendo nosotros los mestizos nada más les estorbamos.
– Por lo menos ve a aprender y no nada más te estés haciendo tonto.
– Claro que me encantaría pasar allá unos meses observando y aprendiendo. Estoy seguro que el EZLN y todos los zapatistas, bases de apoyo y demás, están haciendo algo grande. No importa que nosotros no veamos nada. Sólo de su forma de gobierno en los caracoles se puede aprender mucho. Y lo que hacen en educación y salud, no puedo siquiera imaginar algo, pero sé que están buscando y encontrando soluciones novedosas a partir de sus tradiciones, de todo su acervo cultural. Espero que después de que tú ya te hayas instalado me invites a pasar unos meses contigo para ver qué aprendo.
– ¡Claro que te voy a invitar, pinche Profe! ¡Pero vas a tener que escribir lo que aprendas!

jueves, 11 de agosto de 2011

Tomás Cruz conoce a un joven en Monterrey, Nuevo León (finales de l977)

Todavía puedo escribir en esta vieja libreta Moleskine que no recuerdo cuándo, ya hace tiempo, una día de Navidad, me regalo una de mis nietas. Me quedan pocas hojas y sólo las uso para algo así como un diario, o una memoria de cosas importantes que me suceden. Si escribiera mis notas periodísticas hace mucho que ya estuviera totalmente usada.
Pero no son estas cosas intrascendentes las que quiero reportar, si no el hallazgo de ese muchacho, Bernardo Cervera, quien seguramente es quien va a avisarles lo que suceda a mis conocidos, si acabo mis días en este hospital del IMSS. Desde el accidente en Tabasco mi salud ha ido de mal en peor. Si no me encuentro a Bernardo no estaría ahora escribiendo en esta cama. Tal vez estaría agonizando en un hotelucho, si no en alguna calle olvidada de esta metrópoli.
En verdad empecé a sentirme mal, muy mal. Totalmente desorientado. Ni siquiera me daba cuenta, en ese momento, que estaba en Monterrey. El calor me ahogaba. Parecía que las casas giraban como si yo fuera un eje alrededor del cual, como en los caballitos de las ferias, dieran vuelta las casas desconocidas, con sus fachadas sucias y descascaradas. Entré a esa cantina que de pronto me trajo recuerdos antiquísimos; del tiempo en que andaba buscando noticias en bares llenos de soldados, ya carrancistas, ya villistas o zapatistas, aunque de estos últimos no los encontré tanto en las cantinas citadinas. Pedí un mezcal y el mesero se me quedó mirando como a un bicho raro. Después Bernardo me dijo que en algunas de esas cantinas marginales de los antiguos barrios obreros y o populares de Monterrey el mezcal no se conoce y a veces ni tequila tienen. Total, pedí una cerveza y me quedé esperando, totalmente perdido, ausente. Seguramente el mesero pensó que estaba bien borracho y ya me estaba viendo torcido, como con ganas de sacarme a la mala, cuando se sentó frente a mi ese joven risueño, muy seguro de sí mismo a pesar de que, al rato, me di cuenta que no encajaba en el molde de los parroquianos del lugar. Le ordenó al mesero, con tono tranquilo pero firme, que me sirviera la cerveza que había pedido y otra igual para él. . Se tomó su cerveza despacio, saboreándola. No dejó que me acabara la mía. Casi no habló ese primer día. Me preguntó donde vivía. No recuerdo bien que le contesté, pero me acompañó a un hotel cercano, pagó la habitación y al día siguiente pasó muy de mañana por mi y me acompañó a desayunar. A partir de entonces nos vimos casi todos los día durante dos semanas. Me llamaba mucho la atención que tomara notas de todo lo que yo le platicaba. Hasta llegué a pensar que era policía o algo así. Se rió abiertamente cuando se lo insinué y fue entonces cuando me dijo que había terminado su carrera de sociología, que le interesaban mucho las cuestiones políticas y que andaba buscando material para su tesis profesional. Aseguró, entre bromas, que yo podía ser su asesor de tesis. Frente a mis carcajadas dijo que al menos, lo dijo muy en serio, yo sería su principal fuente de información y “un faro que oriente mis escritos y apunte hacia mis conclusiones”, afirmó. Después, cuando me resbalé y me caí a media calle, como ya sabía que soy pensionado del IMSS, me trajo aquí y desde entonces me visita a diario y me sigue haciendo preguntas y sigue escribe y escribe, tomando notas como desesperado; y sale con sus babosadas: que yo soy el abuelo que nunca tuvo, y se ríe con esa picardía que tanto gusta a la enfermera que me atiende.
Que bueno que lo encontré, o que él me encontró a mi. Aunque no soy su abuelo me atiende mejor que cualquiera de mis nietos. La enfermerita joven que se le cae la baba por Bernardo ya me está dando mucha lata para que me duerma, que ya es muy noche, que tiene que apagar las luces. Ya después seguiré escribiendo estas notas personales.

jueves, 4 de agosto de 2011

Hilario Zapata y la esperanza nunca perdida (1978 + – )

– Pues resulta que lo de las setecientas hectáreas ya se resolvió y muy bien ¡Y el Profe no nos ha pedido ni un peso! – Hilario está sentado a la vieja y pequeña mesa; ya terminó de comer sus frijoles; su madre ha puesto frente a él un trozo de queso y algo de dulce, sí, ate de guayaba – ¿No hay café, madre?
– El Profe no resultó ser un coyote – el viejo ejidatario, padre de Hilario, saborea el queso que acaba de darle su esposa.
– Invítalo a la casa. Yo quiero conocerlo. Así hacemos un mole de olla para celebrar que el ejido recuperó su ampliación – ayudada por su nuera, la anciana coloca cuatro tazas de café en la pequeña mesa y se sienta a saborear el aromático, preparado con canela y piloncillo.
– ¿Ya le contaste de la Esperanza? – al jefe de la pequeña familia le tiembla la taza de café, es muy notorio su mal de Parkinson.
– Le hice un resumen: que nos dotaron, a veinte campesinos de acá, con veinte mil hectáreas; que nos fuimos a vivir allá y comenzamos ha construir el poblado; que hasta algunos nos llevamos a nuestras familias; que con las tierras y el crédito nos llegaron las quinientas cabezas de ganado; que luego empezó la división y nos corrieron a trece con puros pretextos; que de los siete que quedaron ya solamente tres siguen por allá, pero no viven en la tierras; que queremos recuperar tierras y ganado; que nunca he perdido la esperanza de recuperar lo que es nuestro. Le pregunté cómo le podríamos hacer.
– Yo le insisto a Hilario que debe contarles lo de policía ganadera – la esposas del joven campesino también se sienta a tomar café. No cabe duda que esa familia de ejidatarios tiene algo especial, pues es muy poco frecuente, en esta década de los setentas, que las mujeres del campo se sienten con sus maridos y participen en las conversaciones “de hombres” – Que le cuente al mentado Profe que son esos cabrones los que realmente se quedaron con el ejido y con el ganado. Que además no quieren estorbos para poder seguir pasando ganado de contrabando, mucho robado, a los Estados Unidos. Yo creo que hasta deben estar pasando de contrabando armas y hasta droga. Por eso les estorbamos – menos frecuente es que las mujeres hablen así con los hombres, pues aunque el tono de la joven es sereno las palabras revelan claramente su sentir.
– No, Lupe – el tono de Hilario también es sereno y claramente cordial – si le cuento todo tal cual es, de pronto el Profe se me asusta. Y yo estoy seguro que él y su partido sí nos van a ayudar. Ya le iré contando todo poco a poco
– Invítalo pues a comer. Hay que conocerlo más. Después de lo que hizo con el Delegado de la Reforma Agraria no creo que el Profe sea de los que se asustan – Así cierra el tema, sin proponérselo, el padre de Hilario.
Después de unos segundos en que los cuatro toman en silencio café o saborean queso con dulce, siguen conversando de asuntos domésticos a los que nosotros ya no les pusimos atención.