jueves, 12 de noviembre de 2009

Felipe Gómez y su hermano tallan ixtle. En los alrededores de Jaumave, Tamaulipas (1909)

La llanura se extiende varios kilómetros antes de comenzar a ascender por las faldas de los cerros, apenas visibles entre las penumbras del amanecer. Dos figuras delgadas avanzan por el semidesierto. No hay veredas, pero los que marchan siguen un rumbo fijo, no hay dudas en su andar. Una silueta pertenece a un joven de unos quince años, la otra a un niño de apenas doce. Van en silencio, concentrados en pensamientos que siempre ignoraremos. Salieron de su casa, apenas una choza, orientados por la luz de las estrellas que en estas tierras semidesérticas a las que tardará mucho en llegar la luz eléctrica, brillan en gran cantidad, tiñendo de un débil plateado los cactus y nopales que rodean el hogar materno. Ahora caminan en la luz incierta de un amanecer que tarda, pero que difumina ya la vía láctea. Las dos horas de marcha están muy lejos de cansarlos.
Una hora y media más tarde los jóvenes ascienden por las faldas de un cerro mientras a sus espaldas el sol empieza a calentar, aunque esté todavía muy cerca del horizonte. Los críos, como los llama su madre, eligen, sin hablar, un mezquite no mayor de dos metros y cuelgan en él sus respectivos morrales; sacan de ellos unas tortillas apenas untadas de frijoles y chile y con ramas caídas del propio mezquite improvisan una pequeña fogata para entibiar su alimento de ese día. Aparecen poco a poco, bajo en árbol elegido, los instrumentos de su oficio: dos tajaderas, dos raspadores, una piedra traída desde casa y cuerdas de ixtle de largos diversos.
Pronto los hermanos empiezan su labor: de las abundantes matas de lechuguilla que trepan ladera arriba eligen y cortan los cogollos que alcanzan el tamaño conveniente. La próxima semana los lechuguilleros buscarán otros rumbos mientras se regeneran los centros de los agaves que ahora aprovechan.
El sol ha ascendido y quema despiadado. Los críos pisan ya toda su sombra que apenas es igual a la de sus raídos sombreros. Acuden a refrescarse con los guajes que cuelgan del mezquite. Es hora de traer los cogollos a la sombra y empezar a tallarlos. Tal vez mientras encorvados sobre el suelo quitan la pulpa a la fibra de lechuguilla, por fin crucen algunas palabras estos hermanos silenciosos que, a pesar de su hosquedad, tanto se quieren.
Poco a poco empieza a crecer la cantidad de fibra húmeda y limpia al lado izquierdo de cada tallador. A Manuel, el más pequeño, la savia de las pencas talladas todavía le pica en los brazos, no en las manos que poco a poco se le han ido curtiendo. Cuando disimuladamente se rasca para mitigar el ardor su hermano Felipe dice:
-Recuerdo cuando papá me estaba enseñando a tallar. Deja la fibra limpia, insistía, si no los compradores del viejo Alcántara nos van a querer pagar mucho menos. No le hacía caso porque me ardían mucho los brazos con el jugo de las pencas.
-Oye, Felipe ¿por qué no mejor sembramos y nos dejamos de tanta monserga acá, solos y con hambre toda la semana?
-Ya te dije, cabrón, no tenemos tierra y no voy a trabajar para que el viejo Alcántara se quede con la mitad de la cosecha y el resto nos lo pague con vales de la tienda de raya. O nos tenga amarrados con los préstamos para sembrar.
-Ta'güeno, pero ya me cansé. Me duele el lomo.
-Anda vete a ver si agarras una torcaza, una tórtola o al menos una lagartija para que se nos quite el hambre.
-La lagartija te la comerás tú- gritó Manuel mientras salió corriendo en busca de una hipotética pieza de caza.
Felipe siguió tallando mientras pensaba que le pediría a don Remedios que le enseñara a poner trampas y tal vez a disparar con la fochera para completar de vez en cuando la comida de tortillas y chile. Manuel tenía razón de quejarse.


2 comentarios:

  1. En pocas palabras se hace uno una idea de la vida de estos hermanos, de sus trabajos, de sus necesidades y de la explotación a la que están sometidos. Y hasta de los personajes que los rodean. Por no hablar del duro paisaje. Nos estamos enganchando a tus relatos.

    Fdo: Senocri, el africano

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  2. sé que esta entrada ya la leí, lo sé, mas no lo recuerdo.

    la volví a leer, como por vez primera. es muy hermosa. con la hermosura de lo terrible.

    es algo extraño. una suerte de compensación por todo lo que no me has hecho llorar cuando niña... me haces llorar ahora que soy adulta.

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