jueves, 18 de marzo de 2010

El escritor que se piensa intelectual

Quiero traer a la memoria el 24 de junio de 1914, día en que conocí a Jacinto Arriaga. Se le veía muy triste. Cuando le hablé su tristeza se convirtió en agresividad contenida. Lo seguí aunque se notaba que mi presencia le molestaba. Se unió a su destacamento, pelotón o como se llamara el grupo de muchachos que hasta un día antes dirigió Felipe Gómez. Comían en silencio.
– Y ¿éste quién es? – preguntó con hosquedad un joven de no más de veinte años
– Dice que se llama Tomás Cruz. Que escribe– respondió Jacinto.
Entonces me hicieron señas para que tomara algo del rancho que ese día se repartía temprano. No hablaban. Un día antes habían alcanzado una gran victoria. Esa mañana estaban sombríos. Sin entender lo que pasaba pero intrigado por la contradicción, me quedé con el grupo.
Una hora después ya sabía muchas cosas. Esos jóvenes pertenecían a la brigada de Maclovio Herrera. La noche anterior habían enterrado a su jefe: Felipe Gómez. Eran muy jóvenes pero ese día estaban muy serios. La tristeza de Jacinto los contagiaba a todos. Me contaron que el Chinto Arriaga y Felipe eran amigos desde su infancia. Habían aprendido a cazar persiguiendo primero lagartijas, luego conejos y más tarde otras presas. Empezaron a montar burros que no sabían de jinete y luego de noche, sin permiso, atrapaban y montaban a pelo potros simisalvajes. Juntos se robaron unos caballos para unirse a la revuelta y tuvieron que matar a machetazos para hacerse de unas buenas armas. Un día antes había muerto Felipe. Ahora los jóvenes querían que los capitaneara Jacinto. Decidí que con ellos, unos pocos años más jóvenes que yo, andaría seguro y hasta podría hacer amigos. Me pareció que Jacinto iba a crecer, a progresar en la milicia, tal vez llegara a ser algo importante y a su sombra y con mi ayuda a los dos nos iría bien. A Jacinto le brotaba ese día el coraje por todos lados, aunque no hablara. Quería acabar con todos los pelones y deseaba empezar ya. Luego aprendí que sabía dominar la impaciencia y que no sólo odiaba a los pelones, si no sobre todo a los latifundistas. Con pelones o sin pelones había que repartir toda la tierra. Que no quedara nada para los antiguos dueños, ladrones, asesinos y seguidores de Huerta “¡Les cobraremos muy cara la muerte de Felipe!” decía siempre.
Así empezaron mis difíciles relaciones con Jacinto. A veces casi amigos. A ratos peleando. Pero nunca dejé de buscarlo y enterarme de lo que hacía. Por él conocí a Felipe con el que todavía me peleo, aunque somos amigos. Un día ya no pude hablar más con Jacinto, hasta hace poco que me convertí en uno de ellos.

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