jueves, 11 de febrero de 2010

Jacinto Arriaga al día siguiente de la toma de Zacatecas (24 de junio de 1914)

Jacinto Arriaga (Chinto) camina lentamente buscando un ecuálido pirul. Un pirul en especial. Lleva una guitarra en la mano derecha y con la izquierda conduce su caballo que mal porta una silla de montar que no reconoce. El estribo izquierdo está manchado de sangre y cerca de la cabeza de la silla se distingue la astilladura causada por un treita-treinta.
Desde el pirul se contemplan las humaredas que señalan la ciudad todavía no visible en este tímido amanecer. Chinto se sienta bajo el árbol moribundo que hace días dio sombra a su amigo Felipe. Trata de pulsar la guitarra pero empieza a llorar silenciosamente. Las lágrimas marcan brechas en la cara todavía ennegrecida por la pólvora. Lentamente coloca la guitarra a un lado y su pensamiento vuela a la hacienda del viejo Alcántara. Se imagina sentado bajo uno de los grandes árboles de la hacienda y siente que un volcán le crece en el pecho al saber que al conquistar esas tierras y convertirlas en ejido Felipe no estará con él.
Ensimismado, Chinto no escucha los pasos de alguien que se acerca. Quien llega se sienta a su lado sin ceremonias. El olor a humo de cigarro hace que el joven Arriaga voltee un poco, pero sigue abstraído.
–Hoy es un día de alegría ¡Se ganó una gran batalla!– dice el recién llegado sin que Chinto le preste la menor atención.
–Me llamo Tomás Cruz, fui maestro y luego periodista. Ahora escribo crónicas de la revolución. Es seguro que la van a ganar, pero ¿tú conseguirás algo de ella?
Ante el hosco silencio de Jacinto, Tomás opta por sacar una libreta y un lápiz del morral. La poca luz no le permite escribir y se queda contemplando las humaredas lejanas. La claridad del amanecer aumenta y Cruz distingue que el humo más denso parte del centro de la ciudad. Recuerda que tendrá que reseñar la explosión del arsenal de los pelones e investigar quién lo provocó.
Molesto por una presencia extraña, de quien a todas luces es un curro, Jacinto saca de entre el pecho y la camisa el viejo paliacate con el que anoche limpió someramente la cara de Felipe y pretende limpiarse la suya, que solamente logra ennegrecer un poco más. Se suena ruidosamente, toma la guitarra e intenta levantarse, pero la mano de Tomás lo detiene suavemente por el hombro.
–¡Suéltame! –dice en tono bajo y decidido.
–Está bien, está bien– lo tranquiliza Cruz levantándose él mismo. –Deja que te acompañe mientras bajamos de la loma.
–La vereda es de todos, ¡vete por donde quieras!
Ambos enfilan por el camino que días antes tomaron los dos Felipes, Ángeles y Gómez.

1 comentario:

  1. La narración va tomando cuerpo. Me voy metiendo un poco más. Poco a poco.

    Saludos

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