jueves, 6 de enero de 2011

Una invasión de tierras “agrícolas”, II (En 1978 o 1979)

Comenzaba el primer miércoles de la invasión. No eran todavía las dos después de medianoche, el clima era caluroso, como tantas veces en Monterrey aun en las madrugadas. No hizo falta encender fogatas, además que no se quería hacer fuego, otra vez, según eso, para no llamar la atención. En realidad se hubiera podido encender una buena lumbre y nadie ajeno a la invasión hubiera visto siquiera su resplandor; los habitantes más cercanos eran los colonos de las tierra de Casimiro Herrero, todos ellos involucrados en una forma u otra en la toma de los terrenos solicitados ya hacía casi dos años. Además de ellos nadie vivía ni transitaba por esos lugares.
Como fuera, y sin encender fogatas, a eso de las dos de la mañana ya todos tenían listos sus instrumentos de trabajo para el momento en que empezara a amanecer. Por acuerdo previo, bastante entrada la alborada se encenderían los fuegos para preparar los alimentos y aún antes de tomarlos se empezaría el desmonte. Habría que quitar muchos cactus, nopales y huizache y tener listas las tierras para sembrar a las primeras lluvias. También se señalarían los lugares para los corrales de ganado menor. No se levantarían tejabanes para que nadie pensara que se iba a hacer una colonia urbana.
Aunque todos estaban listos para empezar los trabajos y el nerviosismo era mucho, varios ya dormitaban tendidos prácticamente al raso y el ejemplo empezaba a cundir entre todos los invasores.
Unas dos horas después, cuando por el este la oscuridad apenas empezaba a retroceder, Raúl, uno de los comisionados a la guardia del campamento, alumbrándose con una lámpara de pilas llegó corriendo a donde Ricardo Esquivel platicaba con un grupo de seis o siete invasores.
– Por el rumbo de Monterrey se oyen unos helicópteros, creo que vienen hacia acá.
Todavía no terminaba de hablar y ya las luces de las naves se acercaban rápidamente.
– ¡Vente, Rodrigo! Te vamos a esconder.
Corriendo y jalando entre dos a Rodrigo que se resistía, los seis o siete que platicaban con él lo empujaron en una pequeña zanja cavada al efecto y lo cubrieron con ramas de huizache y mezquite, acabando de cubrirlo con hierbas recién arrancadas. De pronto, recostado en el suelo, Rodrigo se encontró con una vieja pistola entre las manos, un revolver de cañón largo, viejo y oxidado, cuyo calibre no ha podido recordar ni tampoco quién y cómo se la puso entre las manos.
– No te muevas – dijo alguien.
Desde su precario escondite Esquivel oyó cómo aterrizaban los helicópteros y empezó a preguntarse por qué diablos estaba escondido. Su lugar era seguir encabezando la toma de tierras, sin correr a esconderse como rata entre la basura.
No tuvo que cavilar demasiado; minutos después oyó claramente la voz del procurador de justicia del estado, con el que ya había tratado asuntos de diversa índole encabezando grupos del partido socialista que tenía ya casi tres años de fundado en Nuevo León.
– No te hagas pendejo, Rodrigo. Sal de ahí antes de que te saquemos a la fuerza.
La voz del funcionario lo regresó a la realidad y a sus responsabilidades. Rodrigo lanzó el arma entre las ramas que lo cubrían, se levantó decidido sacudiéndose el polvo y enfrentó al funcionario, ya sin dudas
– Estaba descansando, licenciado ¿Qué se le ofrece?
La sonrisa franca del procurador sorprendió a todos, sobre todo a los acompañantes del funcionario que venían preparados para iniciar una represión generalizada.
– No se me ofrece nada, Rodrigo. Solamente que me acompañes a mi oficina.
No necesitó el procurador ni tomar del brazo a Esquivel, quien totalmente sereno en apariencia, aunque con un gran temor interno, caminó junto al licenciado y se subió al helicóptero con él. Toda la fuerza pública se retiró y los invasores quedaron desconcertados sobre el terreno que habían invadido.

1 comentario:

  1. Me desconecté un par de semanas, pero es gracioso que al volver encuentre esta historia escrita, después de haberla escuchado como un cuento. Escuchado. Lo gracioso es cuán similar resulta la experiencia de leerla a la de escucharla. Quizá subyace la voz del narrador, y las letras no han filtrado la cualidad oral de esa voz.
    Sólo es una teoría.

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