jueves, 15 de septiembre de 2011

El primer viaje de un maestro metido a político a la estación de Paredón Coahuila, I.

El profe recuerda todavía muy bien la primera vez que fue a la presa de “Las Mulas”. Le hemos insistido que nos cuente sus recuerdos y ahora nos narra lo siguiente:
“Llegué a Monterrey a mediados del año. Más o menos en octubre, unos tres meses después me responsabilizaron de organizar el partido en el campo. En diciembre me enteré que los ejidatarios de ‘Las Mulas’, cerca de la estación ferroviaria de Paredón, querían hablar con alguien del partido. Tenían un problema que necesitaban resolver cuanto antes.
De ese modo, a los cinco meses de abandonar la pequeña población de la vertiente del Golfo, donde había sido maestro de escuela unitaria, con el recuerdo vivo de la Sierra Madre Oriental, siempre verde, con lluvias constantes y temperaturas nunca inferiores a los diez grados centígrados, una fría madrugada del invierno regiomontano, faltando mucho para la salida del sol, abordé el tren con destino a Piedras Negras, en un viejo y atestado vagón de segunda clase.
Cuando el amanecer, que avanzaba lentamente, iluminó un poco el paisaje exterior, quedé sobrecogido. Desde la ventanilla del tren que avanzaba veloz en línea recta se veía una llanura inmensa, gris, blancuzca a la luz lechosa de un clarear incierto. Fue para mi como un viaje en sueños, donde me movía sin avanzar en una planicie que tenía cactáceas desperdigadas y otras plantas raquíticas y grises que no recordaba haber visto nunca.
Cuando salió el sol y penetró por las ventanillas del vagón, el paisaje no había cambiado nada. Si acaso alguna que otra serranía baja y muy árida se vislumbraba allá, hundida en el horizonte, gris, amarillenta cuando mucho. Nunca azul. Ni pensar en el verde.
De vez en cuando el ferrocarril hacía una parada donde no había nada. Noté que entonces bajaban y subían algunos campesinos, tan grises como el paisaje exterior. Seres humanos que me parecían de polvo, la piel reseca, los ojos sin humedad, los labios agrietados, como si no conocieran el agua.
De pronto llegamos a la primera estación de tren que tocamos desde que salimos de Monterrey, con su viejo edificio del estilo prevaleciente en la época en que fue presidente Lázaro Cárdenas y, desde luego, a un lado de la vía, la torre con su depósito de agua sobre ella. Tras la minúscula y antigua pero bien cuidada estación, se escondían una casas viejas, bajas y empolvadas.
Alrededor de los vagones bullía una pequeña multitud de hombre y mujeres también de polvo, ofreciendo diversas clases de bebidas y alimentos cuidadosamente ordenados en canastas campesinas o tablas rústicas cargadas en un hombro.
Pasó el conductor diciendo en voz muy alta: ‘Paredón. Quien vaya a viajar en el otro tren que baje rápido y aborde el de Torreón, que ya se va.’
Descendí y quedé inmerso en el bullicio. Frente al convoy en que llegué estaba otro del que bajaba también mucha gente. Los que abandonaban un convoy abordaban el otro. Los vendedores de alimentos y bebidas insistían a unos y otros para que compraran sus productos o los ofrecían y entregaban a través de las ventanillas de los vagones atestados. Todo sucediendo en un campo cubierto de un polvo fino que se levantaba con el tránsito de tanta gente.
Atrapado por el sorprendente barullo, poco a poco la llanura que nos rodeaba tras la estación y por su frente, hacia donde se extendía generosa, volvió a sobrecoger mi espíritu, mientras los trenes arrancaban con gran estruendo hacia sus respectivos destinos.
Los ferrocarriles alejándose, uno hacia el norte , otro hacia el este, me transportaron durante unos minutos junto a mi padre, yo de seis, ocho o diez años, tomado de su mano, viendo alejarse los trenes en las diversas estaciones que tantas veces visité con él cuando era niño.
El regreso a la realidad fue un choque brutal. Estaba solo, parado en una llanura desértica, bajo un viento helado que mal me tapaba una saca de lana cruda tejida en Chiapas, que hacía mucho había logrado me regalara un viejo amigo que fue maestro por aquellos rumbos.
Giré en redondo. Los pasajeros que cambiaban de tren y quienes comerciaban con ellos ya no estaban. No había nadie. Ni un solo ser vivo al alcance de mi vista. La vía férrea, hacia el sur, se alargaba hasta perderse de vista, recta, sin ninguna curva. A mi derecha la estación del tren, vacía, y detrás de ella, algo que parecía un pueblo fantasma. El bullicio de hacía unos minutos me pareció un sueño del que despertara a una pesadilla absolutamente silenciosa y vacía ¿Dónde iba a encontrar al ejido de “Las Mulas”, si existía? Nada denunciaba que hubiera un poblado cercano o lejano al que pudiera ir, y menos un poblado de campesinos.
Entré a la estación buscando un pasajero rezagado, una afanador, un guarda vías, al jefe de estación. No había nadie. Los hombres de polvo que había visto ¿serían acaso fantasmas? Imposible. Pero el momento era desolador. Cierto, me había sumergido en una ensoñación durante pocos minutos. Los vendedores y los encargados de la estación estarían en algún lugar. Tendría que buscarlos. Después de todo, el desierto, aunque sobrecogedor, no devora a nadie.”

3 comentarios:

  1. Tu escrito me ha hecho sumergirme en esa atmósfera alucinante. Tu capacidad de transmisión de recuerdos es magnífica. Me veo, ahí, solo, angustiado, como si aterrizara en un paisaje lunar, inhóspito, tras de venir de la Sierra Madre, lleno de verdor, clima tibio y... la verdad... mucha moral se debe tener para no sucumbir... Eso solo lo consigue quien tiene una ideología revolucionaria. Una misión que cumplir. Me he emocionado recordando a un camarada (nada comparable a esto, claro) que llegó a trabajar con las campesinos, aquí, en España. Era estudiante. Y le dieron por guía un libro de Mao. Él leía y me lo leía a mi. Se desorientaba. Yo no entendía nada. Entre la manera de narrar y la mención de numerosas aldeas y pueblos y tribus... me perdía. No había por donde agarrarlo. Hasta que dijo: 'Esto no me sirve para nada'. La realidad era otra. Había aterrizado no en zona inhóspita, pero si en un paraje en el que tenía que moverse por si mismo. En fin... tengo que reconocerlo... tu manera de escribir es cada vez mas limpia, clara, llana... Hasta otra nueva entrada

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  2. Acabo de ver tu comentario en mi último post. Y no, no tengo mucho que hacer, excepto en el 'ordenata'. Lo que pasa es que he estado de vacaciones, como ya te escribí.

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  3. Talín tiene razón. Tu manera de escribir es cada vez mejor y tu capacidad de contar historias es enorme. Esta entrada es especialmente emocionante (y no uso a la ligera el adjetivo... es emocionante y no sé muy bien porqué, pero la emoción es precisa). Amé la descripción de los hombres que no conocen el agua. Y aunque no eres descriptivo hasta el agotamiento, la entrada es como una escena cinematográfica trabajada hasta los menores detalles, el sonido, el niño y su padre...

    Hasta aquí llego esta noche, pero pronto vuelvo.
    Harto, harto, harto.

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