jueves, 27 de enero de 2011

Andanzas de un diputado, III

Me niego a desayunar. Con Lorenzo no necesito cortesías citadinas, entiende que es necesario que hable con todo el grupo. Mientras camino los quinientos metros que me separan del lugar de reunión, viene a mi mente el recuerdo de aquel día, uno después del enfrentamiento. Mi angustia de toda aquella noche, antes de llegar a Huejutla, sin saben nada más allá de lo que me dijo el secretario general del partido por teléfono. La búsqueda de compañeros que me informaran de lo sucedido a las seis de la mañana. No fue difícil encontrarlos, de Mecatlán, los que no estaban en la cárcel, también me andaban buscando. Recuerdo el alivio que sentí cuando me explicaron que la agresión, sin duda, no la habíamos iniciado nosotros. Me cuidé de no externar ningún comentario cuando, airados, me aseguraban que Nemecio, el dirigente regional de la CNC, había roto acuerdos y obligado a sus seguidores a preparar un ataque sorpresivo. Si los informes eran ciertos ahí deberíamos enfocar nuestros ataques. El que nosotros sólo tuviéramos un muerto y un poco menos de heridos no me alegró. Las cuatro versiones que recogí por separado coincidían en lo esencial. No quise averiguar detalles y hasta la fecha desconozco muchos; si los informes recibidos eran verídicos tenía una oportunidad en esa ruleta rusa que me preparaba la vida. De pronto empiezo a recordar cómo llegaron, corriendo, agitados y temblorosos, tres campesinos diciendo que frente a las oficinas de la procuraduría en Huejutla había un mitin de militantes de mi partido, y que campesinos de la CNC bajaban con ese rumbo por varias carreteras para atacarlos, enardecidos por su derrota en Mecatlán. Viene a mi recuerdo, incluso físico, aquella mañana tranquila en apariencia, a eso de las ocho, y cómo, al pensar en las consecuencias de un enfrentamiento, se encogieron mis venas y corazón, y cómo la piel, en mis lugares más sensibles, se achicó, haciendo que me subiera un dolor hasta la boca del estómago, para instalarse ahí como una esfera de plomo caliente y denso. La memoria empuja mi cuerpo a repetir el estrechamiento de venas, corazón y piel, pero cuando la sensación apenas empieza, se desvanece cuando llego con Lorenzo al lugar de reunión. No necesito hablar mucho con la gente que me conoce. Ya están casi todos reunidos en las bancas del su lado izquierdo, en un galerón abierto, con techo de dos aguas, que sirve tanto de salón de asambleas como sobre todo de abrigo para el tiangis semanal. Enfrente, del lado derecho, están los de la CNC. Casi como algo físico siento en el aire el odio y el rencor de un lado y otro, las miradas, los murmullos, pero no percibo ningún movimiento de amenaza. Todo lo que se ha platicado en estos tres meses ha calmado los ánimos.
– Te acepto el taco – le digo a Lorenzo – tenemos un poco más de media hora.
Mientras la esposa de Lorenzo muele el nixtamal, su mamá echa las tortillas; con ellas, el plato de frijoles me recuerda a una madre, un hogar, seguridad, en suma. A lo lejos escucho un rumor que se aproxima. Es el helicóptero de gobierno. Agradezco el desayuno y nos vamos al lugar de reunión.

jueves, 20 de enero de 2011

Azules y rojos, blancos, verdes, etc.

Cuando eramos críos y estudiábamos primaria, por los años de 1950, nos topábamos en el parque público del barrio con una palomilla de "niños bien". Nosotros estudiábamos en la escuela pública y ellos asistían a una escuela de paga, particular, católica, de "riquillos".
Nosotros jugábamos futbol, ellos preferían el basquetbol. Cuando nos retábamos, usando porterías ganábamos muchas veces, en la canasta era casi seguro que perdiéramos. A pesar de nuestra corta edad en el fondo había una rivalidad cuyas causas nos mandaron por caminos divergentes. Pero a los diez u once años, aunque nos burlábamos de los "riquillos" todo lo que podíamos, cuando en su escuela se organizaba lo que llamaban "fiesta atlética" la envidia nos ponía hoscos. Las tres o cuatro semanas que duraba la tal fiesta, a los riquillos no les interesaban nuestros retos y el día en que terminaban las competencias atléticas nos íbamos hasta el edificio de la escuela particular y nos metíamos a sus terrenos deportivos a pesar de la férrea vigilancia que nos lo pretendía impedir. Veíamos con envidia los eventos de atletismo, vibrábamos con el griterío de las graderías y contemplábamos embelesados la premiación el el "podio olímpico". Todas las competencias se desarrollaban entre dos bandos armados al azar, según nos contaban a veces los riquillos del barrio: un bando era azul y el otro rojo. Con esos colores se uniformaban los competidores y ganaba el bando que más puntos acumulara. Al final los triunfadores paseaban por el barrio, en algún carro descubierto, el trofeo que habían conquistado.
Veinticinco años después llegué a Monclova con la encomienda de organizar un partido político naciente. Cando llegué a esa población norteña me impactó la presencia ineludible de los obreros de Altos Hornos, Planta Uno, con más de diez mil trabajadores sindicalizados. Al ir conociendo la lucha obrera de la sección más numerosa del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana (SNTMMSRM) me desconcertó encontrar una enorme similitud entre esa lucha y aquellas "fiestas atléticas" de mi niñez. Cierto que la lucha obrera no se daba en pistas de carreras y fosos de saltos, pero el trofeo era paseado por los ganadores por las calles de la población en camiones descubiertos y los bandos rivales fueron durante más de quince años el de los azules y el de los rojos, con el mismo contenido ideológico que tenían los equipos rojos y azules en la escuela particular del barrio de mi infancia. El trofeo no era un copa, sino la dirección de la Sección 149 del SNTMMSRM. También es cierto que los obreros de base, que contra todo intento de impedirlo desarrollan unos más y otros menos su conciencia de clase, depositaban su voto por una u otra planilla según los ofrecimientos de sus candidatos. Poco a poco se fueron dando cuenta que tales ofrecimientos las direcciones sindicales no pretendía cumplirlos y si lo hacía era por la fuerza de los obreros movilizados por su necesidad y su conciencia.
A principio de la década de los setenta llegaron a Monclova algunos intelectuales que lograron formar un grupo de obreros que se lanzó a la lucha sindical. El grupo eligió para identificarse el color blanco, sin darle ninguna connotación ideológica, pero su discurso era de izquierda; en él se traslucía claramente el pensamiento obrero del marxismo. Obviamente las bases notaron la diferencia y muy pronto los blancos conquistaron la dirección sindical en una fiera lucha ¿Qué pasó después? Seguiremos contando en otra ocasión.

jueves, 13 de enero de 2011

Andanzas de un diputado, II

Con voz airada Talamantes, el secretario general del comité central de mi partido me preguntó aquel día:
– Profe, que pasó en la huasteca
– Nada que yo sepa ¿por qué?
– Cómo que nada. Hubo un enfrentamiento entre campesinos del partido y de la CNC. Hay muertos, algunos nuestros, cinco en total.
Quedé en silencio unos segundos.
– No sé nada – balbuceé al fin.
– Te vas inmediatamente a Huejutla y detienes ese lío.
Fue la orden tajante que recibí antes de colgar.
Mi relativo descanso se acabó en ese momento y ahora que voy subiendo por esta trocha, las sombras de los muertos de aquel día me acompañan y me empujan con urgencia.
– No queremos haber muerto inútilmente – me susurran al oído.
El vehículo trepa como hormiga por la cuesta. Subo por caminos que parecen llevar a ninguna parte, que se cierran, angostados por la vegetación de los bordes de una vía aparentemente poco transitada. Poco a poco la tensión con que empecé a subir disminuye. Una terca pregunta me asalta repetidamente: ¿por qué Talamantes me mandó a mi a la huasteca si hay aquí una base numerosa y disciplinada y muy buenos dirigentes? Al igual que en días anteriores hoy tampoco encuentro respuesta, pero la pregunta hace que disminuya la atención que debo poner al camino. También me distrae otra inquietud: los odios y rencores en el pueblo al que me dirijo no se han apaciguado, existe aun la posibilidad de un nuevo enfrentamiento durante la reunión de hoy; en tal caso los no indígenas que andamos de metiches somos los que más peligramos. Tal vez hiciera bien en no seguir subiendo.
Una violenta curva me ha regresado a la realidad. El instinto sólo alcanzó para frenar bruscamente. Este viejo cacharro se ha comportado más decidido y firme que yo. Si el viejo armatoste que conduzco no hubiera respondido como lo hizo, en este momento iría dando tumbos hacia el fondo del barranco. Tengo que poner más atención al camino. Si he de llevar un susto allá arriba, que sea en el pueblo, entre los indígenas que son amigos, la mitad de los pobladores, más o menos. ¡Qué feo sería caer en estos abismos y morir antes de llegar!
Parece que me acerco a la cima. A lo lejos, por el camino que al fin deja de ascender, se ven las casas de la cabecera ejidal recostadas en una mansa ladera que asciende para morir en un sumidero sin fondo, al menos eso parece desde aquí. Al frente, hacia mi lado izquierdo, un monte se eleva abruptamente como gigante que vigila de parte de dioses náhuatls a uno de sus pueblos elegidos. A los lados de la angosta planicie donde se encuentra el poblado, las laderas se hunden, permitiendo contemplar, más allá de los valles que forman, las cumbres de otros montes donde, vigilados también por dioses desconocidos para mi, otros grupos indígenas mantienen sus reservas de viejos triunfadores, esperando pacientemente, lo han hecho ya durante quinientos años, el día en que superen el sistema que los blancos les hemos impuesto.
Como surgidos de la nada salen del bosque que acabo de abandonar diez o doce indígenas, trotando a su paso serrano. Disimuladamente observan la camioneta; a todos los conozco, seguramente venían cuidando mi llegada. Hacia mí, por el camino, viene Lorenzo, el jefe político del grupo en el que estamos.
– Qué bueno que llegas – me recibe sonriendo – los de la Reforma Agraria acaban de llegar hace diez minutos, gobernación y la procuraduría van a llegar en helicóptero, según dijeron, como a las once; la gente está muy nerviosa, sobre todos los de la CNC; de todas maneras te respetan, aunque no te conozcan; saben que fuiste tú el que nos sacaste a todos de la cárcel y lograste que el gobierno del estado pagara las curaciones del hospital; el bruto de Nemecio [dirigente regional de la CNC] quiso quemarte y les contó los arreglos a los que llegaron aquél día en Huejutla; no te perdona que hayas pedido que la CNC lo mandaran de vacaciones permanentes a Acapulco o le pagaran un curso en el extranjero para que aprendiera a leer.
– Yo no dije para que aprendiera a leer, lo más que se me salió fue decir que para que no regresara a dar lata a la huasteca.
– Total, todos saben que no pediste castigos ni culpaste a nadie, si no fuera por eso, quien sabe, todavía estaríamos matándonos; como quiera tenemos que cuidarte, no vaya a ser la de malas y se nos quiera adelantar un loco de la CNC; ven, vamos a comer un taco.

jueves, 6 de enero de 2011

Una invasión de tierras “agrícolas”, II (En 1978 o 1979)

Comenzaba el primer miércoles de la invasión. No eran todavía las dos después de medianoche, el clima era caluroso, como tantas veces en Monterrey aun en las madrugadas. No hizo falta encender fogatas, además que no se quería hacer fuego, otra vez, según eso, para no llamar la atención. En realidad se hubiera podido encender una buena lumbre y nadie ajeno a la invasión hubiera visto siquiera su resplandor; los habitantes más cercanos eran los colonos de las tierra de Casimiro Herrero, todos ellos involucrados en una forma u otra en la toma de los terrenos solicitados ya hacía casi dos años. Además de ellos nadie vivía ni transitaba por esos lugares.
Como fuera, y sin encender fogatas, a eso de las dos de la mañana ya todos tenían listos sus instrumentos de trabajo para el momento en que empezara a amanecer. Por acuerdo previo, bastante entrada la alborada se encenderían los fuegos para preparar los alimentos y aún antes de tomarlos se empezaría el desmonte. Habría que quitar muchos cactus, nopales y huizache y tener listas las tierras para sembrar a las primeras lluvias. También se señalarían los lugares para los corrales de ganado menor. No se levantarían tejabanes para que nadie pensara que se iba a hacer una colonia urbana.
Aunque todos estaban listos para empezar los trabajos y el nerviosismo era mucho, varios ya dormitaban tendidos prácticamente al raso y el ejemplo empezaba a cundir entre todos los invasores.
Unas dos horas después, cuando por el este la oscuridad apenas empezaba a retroceder, Raúl, uno de los comisionados a la guardia del campamento, alumbrándose con una lámpara de pilas llegó corriendo a donde Ricardo Esquivel platicaba con un grupo de seis o siete invasores.
– Por el rumbo de Monterrey se oyen unos helicópteros, creo que vienen hacia acá.
Todavía no terminaba de hablar y ya las luces de las naves se acercaban rápidamente.
– ¡Vente, Rodrigo! Te vamos a esconder.
Corriendo y jalando entre dos a Rodrigo que se resistía, los seis o siete que platicaban con él lo empujaron en una pequeña zanja cavada al efecto y lo cubrieron con ramas de huizache y mezquite, acabando de cubrirlo con hierbas recién arrancadas. De pronto, recostado en el suelo, Rodrigo se encontró con una vieja pistola entre las manos, un revolver de cañón largo, viejo y oxidado, cuyo calibre no ha podido recordar ni tampoco quién y cómo se la puso entre las manos.
– No te muevas – dijo alguien.
Desde su precario escondite Esquivel oyó cómo aterrizaban los helicópteros y empezó a preguntarse por qué diablos estaba escondido. Su lugar era seguir encabezando la toma de tierras, sin correr a esconderse como rata entre la basura.
No tuvo que cavilar demasiado; minutos después oyó claramente la voz del procurador de justicia del estado, con el que ya había tratado asuntos de diversa índole encabezando grupos del partido socialista que tenía ya casi tres años de fundado en Nuevo León.
– No te hagas pendejo, Rodrigo. Sal de ahí antes de que te saquemos a la fuerza.
La voz del funcionario lo regresó a la realidad y a sus responsabilidades. Rodrigo lanzó el arma entre las ramas que lo cubrían, se levantó decidido sacudiéndose el polvo y enfrentó al funcionario, ya sin dudas
– Estaba descansando, licenciado ¿Qué se le ofrece?
La sonrisa franca del procurador sorprendió a todos, sobre todo a los acompañantes del funcionario que venían preparados para iniciar una represión generalizada.
– No se me ofrece nada, Rodrigo. Solamente que me acompañes a mi oficina.
No necesitó el procurador ni tomar del brazo a Esquivel, quien totalmente sereno en apariencia, aunque con un gran temor interno, caminó junto al licenciado y se subió al helicóptero con él. Toda la fuerza pública se retiró y los invasores quedaron desconcertados sobre el terreno que habían invadido.