jueves, 7 de abril de 2011

Monterrey, Nuevo León, lo que pasó después de una invasión de tierras “agrícolas”, I (En 1978 o 1979)

La forma como el gobierno descubrió la toma de tierras en Paso Cucharas apuntaba claramente a una traición (antecedentes aquí y acá). Nunca pensamos que los delatores fueran Ricardo Esquivel o quien siempre lo apoyaba como enviado del partido, Ezequiel Navarro, que en ocasiones lo remplazaba. Ellos eran los únicos invasores que no estaban en la lista de solicitantes del ejido y por tanto los únicos "externos" al grupo que tomó las tierras. La negociación que inició Esquivel para salir de los terrenos invadidos y a cambio recibir tierras ejidales en un nuevo centro de población al sur del estado la vimos siempre como un triunfo. El tiempo confirmó nuestras esperanzas cuando siete meses después se ejecutó la resolución provisional del nuevo ejido. No eran pues los dirigentes partidarios los traidores.
Las preguntas para saber quién o quienes habían sido el o los informantes que pasaron el soplo al gobierno nos asaltaban seguramente a todos. Sabíamos que alguien nos había traicionado. Alguien de adentro, porque la policía política federal no estaba interesada en nuestras actividades, para ellos totalmente marginales, aunque nosotros nos sentíamos protagonistas de algo importante. La policía estatal no tenía buenos sistemas de información y estaba por aquellos tiempos muy ocupada en vigilar predios urbanos donde los rumores anunciaban invasiones para formar fraccionamientos urbanos clandestinos, tomas que se realizaban con trescientas o más familias, miles de ellas a veces.
A pesar de los difícil que era preparar una toma de tierras urbanas con tanta gente sin que la noticia se extendiera, en más de una ocasión la policía estatal fue sorprendida y los desalojos tardaban días en prepararse. Nosotros, que habíamos decidido la toma en reuniones relativamente pequeñas, en un lugar alejado de miradas curiosas, que nos metimos al predio de noche, con gran sigilo, y nos instalamos en una hondonada nada visible, fuimos descubiertos en unos cuantos minutos, menos de dos horas, para ser exactos; nadie podría dudar que había traición de "compañeros" de adentro.
Tres de nosotros, que nos teníamos absoluta confianza, empezamos a platicar sobre el asunto. Debíamos descubrir al soplón y escarmentarlo. Al poco tiempo la existencia del delator era conversación común, pero no pasamos de seis los que estuvimos involucrados en una investigación inocentemente artesanal, llevada a cabo con mucha discreción, que a la postre descubrió al traidor que resultó ser un individuo del que no queremos ni recordar el nombre. Era el padre de una de las cuatro familias habitantes de las pequeñas propiedades que estaban al lado este de Paso Cucharas. Campesino de unos cincuenta años tenía un pequeño taller donde herraba caballos y hacía algunos otros trabajos artesanales ligados al campo, además de cultivar su pequeño terreno y completar su ingresos con un exiguo hato de cabras que pastoreaban su esposa o sus hijos en los terrenos de Paso Cucharas. Era famoso entre nosotros porque tenía un burro del que obtenía muy buenos servicios de carga y que a veces uncía a un pequeño carretón para ganarse unos centavos más haciendo mudanzas de cualquier carga que le saliera al paso.
Poco después de la frustrada toma de los terrenos descubrimos que la situación económica del dueño del burro mostraba una mejoría inexplicable: cambió al burro por un caballo y compró un carretón más grande. Esa fue la primera pista. No tuvimos que vigilarlo mucho tiempo. El traidor iba con frecuencia a Monterrey por esos días; lo seguimos y descubrimos que entraba a las oficinas de la Procuraduría de Justicia del estado. Fue cuando se nos ocurrió mandar a Manuel, el más joven de nosotros, para que hablara con la judicial y ofreciera sus servicios de informante de lo que pasaba con los invasores de los terrenos de Paso Cucharas, que seguían reuniéndose y preparando una nueva toma. Qué hizo Manuel no lo sabemos a ciencia cierta, pero fue suficientemente hábil para que algún funcionario medio de la Procuraduría le tuviera confianza y queriendo averiguar qué pasaba delatara a su vez al soplón. Así confirmamos que el dueño del burro era quien nos había traicionado. Disculpen que no pongamos su nombre pero no queremos que nada de él, mas allá del mote "el dueño del burro", se perpetúa en nuestros escritos.
Lo que pasó después se no salió de control. Por poco nos cuesta la existencia del grupo que para ese entonces ya tenía un cierto nivel político. Fue Ricardo Esquivel quien salvó la situación nuevamente. En esta ocasión la intervención oportuna y certera de Ezequiel Navarro también tuvo mucho que ver. Está claro que las enseñanzas de partido en que militábamos y su organización en el estado nos libraron de la cárcel o de la diáspora del grupo que hubiera equivalido a un destierro voluntario.

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