jueves, 29 de septiembre de 2011

El primer viaje de un maestro metido a político a la estación de Paredón Coahuila, II

“Pronto encontré en alguna calle del poblado a una viejita que salió de su casa a no sé qué. Seguramente asombrada de encontrar a un extraño se me quedó viendo y después se puso muy platicadora.
– El ejido que busca efectivamente se llama Las Mulas pero ya nadie le dice así, porque los ejidatarios se enojan si les decimos mulas. Por eso todos lo llamamos ahora ejido ‘La Presa’.
Amablemente me acompañó nuevamente a la estación del tren y señalando hacia el poniente me dijo:
– Mire joven, allá, en las faldas de aquellos cerros, donde está aquel escurridero, el que se ve bien desde aquí. Ahí esta la presa y arribita el poblado. Casi no se ven las casas desde aquí, pero llegando a la presa se ven casi en la orilla.
La verdad es que yo no vía ningún poblado, solamente una hendidura muy marcada en una larga serranía, que supuse sería el escurridero del que me habló la señora. Tenía un punto fijo al cual dirigirme e inicié la marcha. Todavía ahora, muchos años después, recuerdo la tristeza que me contagiaba el paisaje: una planicie de polvo con escasa vegetación, todo gris y de pronto unas bolas de matojos secos, desarraigados, rodando impulsadas por un viento helado, se cruzaban en mi camino. Inesperadamente la amargura se trocó en sorpresa ante un profundo corte que me cerró el camino: la planicie terminaba abruptamente en una tajo vertical de unos dos o tres metros. Unos treinta o cincuenta metros más allá se levantaba otro talud vertical con el que la planicie recuperaba su nivel. Abajo, el cause seco y pedregoso de un torrente que en tiempos inmemoriales, eso me imaginé yo, algunos aguaceros terribles abrieron con sus aguas tumultuosas.
Como yo no seguía vereda alguna me pregunté como salvar ese obstáculo. Brincar al fondo del torrente sería posible, pero ascenderlo no veía cómo. Caminé por el borde del corte y pronto encontré una bajada evidentemente utilizada por humanos y casi enfrente la subida que los viandantes hacía tiempo utilizaban. De ahí en adelante todo se facilitó: encontré una vereda poco visible pero lo suficiente para librar el otro corte similar que encontré en camino. Después de aproximadamente una hora de marcha al fin vi el espejo de agua de la presa y el poblado a un lado ¡Humo saliendo de la cocina adosada a algún jacal! Entonces noté el hambre. Todas las emociones y sensaciones de la jornada, el cambio de trenes de los pasajeros, la vendimia, el desierto, la soledad repentina del poblado, el viento helado, los matojos rodando, no me habían permitido pensar en tomar alimentos. El humo hogareño me regresó a una realidad amable. Que tardó en materializarse, desgraciadamente.
En el ejido pronto me llevaron con el presidente del comisariado, la máxima autoridad del pueblo. Un mestizo grande y bien plantado, amplio bigote a la mexicana con sus puntas levantadas, requemado por el sol, que se me quedó viendo algo desconfiado, pero muy seguro de sí mismo. Por su actitud y apariencia supe que no sería de los que se intimidan casi nunca, o nunca. Le expliqué quien era. Me dijo que le habían hablado bien del nuevo partido y que sólo por eso me iba a contar para qué nos había buscado.
– Lo que pasa es que un viejo y cabrón terrateniente, según él dueño de los cerros hacia el noroeste y que tiene unas cuantas vacas flacas ahí regadas, anda haciendo bordos en todos los escurrideros que disque para abrevarlas y ya no nos llega la poco agua con que las escasas lluvias de los cerros alimentas la presa. Sin esa agua nos vamos a tener que ir de aquí. Ya hablamos con el viejo cabrón que nos dijo que le hiciéramos como quisiéramos, que las tierras son suyas y que él puede hacer ahí lo que quiera. Dijo que si nosotros nos moríamos que a él no le importa, que tiene que dar de beber a sus vacas. Se puso muy grosero el hijo de su chingada madre. Nosotros estamos pensando ir a tirar los bordos, pero a mano va a estar muy difícil. El tiene maquinaria grande con la que está haciendo los bordos y sólo si nos juntamos muchos le podremos ganar, pero usted ya debe haber visto que por aquí vive re poca gente. La otra cosa que estamos pensando es que de repente ni es el dueño de las tierras. Más antes no había nadie ni nunca conocimos a nadie que se dijera dueño. Los viejos cuentan que cuando se deslindó el ejido nadie de esos lados vino a ver que no nos pasáramos a sus tierras al poner las mojoneras. No sé cómo no se les ocurrió a los primordiales del ejido pedir también todos los cerros, que todavía pensamos que no sirven para casi nada, aparte de tallar lechuguilla, que por cierto el viejo cabrón de los bordos no nos ha reclamo por que la cortemos. Sólo eso nos falta. Yo creo que ni sabe que de allá traemos toda la lechuguilla que tallamos ¡Ah! por cierto, el viejo cabrón es un tal Elizondo. A ver si ustedes nos ayudan a saber si realmente es el dueño o se quiere apropiar de esas tierras que no son de nadie.
Yo solo le dije que iba a llevar toda esa información a mis compañeros de partido y que en una o dos semanas regresaría para informarle a él y a toda la asamblea qué es lo que se pudiera hacer. Que nosotros no éramos coyotes ni arreglábamos problemas, que nada más invitábamos a la gente a que se organizara mejor, que estudiara más sus problemas, que buscara y conociera de donde venía la dificultad y cómo se podría resolver, y que también podíamos invitar a otros grupos organizados a apoyar alguna lucha, como la que ellos planteaban de tumbar los bordos. No prometí nada más porque en el partido sabíamos que así debíamos trabajar, sin promesas que podrían resultar vanas.
Eso bastó para que el presidente del comisariado me invitara a comer un taco ¡Que sabrosas me supieron aquellas tortillas recién hechas y esos frijoles de la olla! Y el café a la campesina que mi quitó la sed.
Me alertaron que regresara a Paredón rápido
– Para alcanzar el tren de la tarde que baja a Monterrey, porque si no, se tiene que quedar hasta mañana en la tarde.”

jueves, 22 de septiembre de 2011

Bernardo Cervera. Monterrey, Nuevo León (finales de 1977)

En tanto campesinos talladores de ixtle se reunían en Paredón Coahuila, preparándose para las batallas que por aquel entonces dieron para que funcionara mejor la Ferestal, F.C.L., su cooperativa, Bernardo Cervera (aquí sus antecedentes) buscaba tema y material para hacer su tesis y ayudaba a Tomás Cruz a encontrar a esos jóvenes que se auto nombraban “brigada Francisco Villa”.
Casi por finalizar 1977 Bernardo se desesperaba. Ninguna de sus pesquisas le daba el menor indicio de la tal brigada. Tomás Cruz insistía:
– ¡Claro que la brigada existe! Estoy viejo pero todavía sé de periodismo. Mis datos no están equivocados.
– Ya hablé con muchos profes de la universidad. Logré que algunos amigos y conocidos me contactaran con personal de gobernación del estado. No son funcionarios muy altos pero sí enterados. Hasta logré entrevistar a un jefe bastante importante de la policía judicial. Nadie sabe nada de la tal brigada. Se hubieran reído de mi si no les hubiera tratado otros temas, supuestamente para la tesis de sociología.
– Lo que pasa es que tal vez la tal brigada no use públicamente ese nombre– se le ocurrió al viejo Tomás, terco, físicamente muy disminuido, pero todavía lúcido y creativo– tal vez no la conozcan con ese nombre. Busca a unos jóvenes que anden construyendo al tal Partido Socialista de los Trabajadores, que todavía ni registro tiene. Pero ¿qué importa? El Partido Comunista Mexicano existe desde hace mucho y ni quien la vaya a dar registro mientras esté el PRI en el poder. Y vaya que al PRI le queda tiempo por delante. Anda. Pregunta por el PST. No te me vayas a echar cuando ya estamos llegando.
– ¡Qué llegando ni qué llegando, don Tomás!
Pero Bernardo le hizo caso al viejo y tuvo suerte: entre los maestros que visitó nuevamente se encontró con un tal Abraham Nuncio, al cual unos jóvenes ilusos, así dijo el catedrático, lo habían invitado hacía poco para que se afiliara precisamente a ese partido, fundado por Heberto Castillo según rumores, pero que los jóvenes decían que no, que Heberto no tenía que ver nada con el partido, que los fundadores eran unos jóvenes encabezados por Rafael Aguilar Talamantes.
Así, allá por una colonia cercana a la fábrica de fibras sintéticas “La Celanese”, llegando por la avenida Bernardo Reyes, un sábado por la tarde Bernardo encontró la casa, taller de costureras, donde el partido naciente tenía su “oficinas”. En un cuarto de más o menos unos veinte metros cuadrados. Con la maquinaria de costura arrinconada contra una pared, sentados en el suelo y algunos afortunados sobre pilas de discos de tela de algodón para pulir metales, un grupo abigarrado, todos pobremente vestidos pero muy bien integrados a la asamblea que se efectuaba cuando Bernardo llegó, le hizo comprender al estudiante Cervera que por fin había encontrado al partido naciente. Tal vez los jóvenes que presidían la reunión eran la mentada brigada Francisco Villa. Ya tenía buenas noticias que llevarle a Tomás Cruz.

jueves, 15 de septiembre de 2011

El primer viaje de un maestro metido a político a la estación de Paredón Coahuila, I.

El profe recuerda todavía muy bien la primera vez que fue a la presa de “Las Mulas”. Le hemos insistido que nos cuente sus recuerdos y ahora nos narra lo siguiente:
“Llegué a Monterrey a mediados del año. Más o menos en octubre, unos tres meses después me responsabilizaron de organizar el partido en el campo. En diciembre me enteré que los ejidatarios de ‘Las Mulas’, cerca de la estación ferroviaria de Paredón, querían hablar con alguien del partido. Tenían un problema que necesitaban resolver cuanto antes.
De ese modo, a los cinco meses de abandonar la pequeña población de la vertiente del Golfo, donde había sido maestro de escuela unitaria, con el recuerdo vivo de la Sierra Madre Oriental, siempre verde, con lluvias constantes y temperaturas nunca inferiores a los diez grados centígrados, una fría madrugada del invierno regiomontano, faltando mucho para la salida del sol, abordé el tren con destino a Piedras Negras, en un viejo y atestado vagón de segunda clase.
Cuando el amanecer, que avanzaba lentamente, iluminó un poco el paisaje exterior, quedé sobrecogido. Desde la ventanilla del tren que avanzaba veloz en línea recta se veía una llanura inmensa, gris, blancuzca a la luz lechosa de un clarear incierto. Fue para mi como un viaje en sueños, donde me movía sin avanzar en una planicie que tenía cactáceas desperdigadas y otras plantas raquíticas y grises que no recordaba haber visto nunca.
Cuando salió el sol y penetró por las ventanillas del vagón, el paisaje no había cambiado nada. Si acaso alguna que otra serranía baja y muy árida se vislumbraba allá, hundida en el horizonte, gris, amarillenta cuando mucho. Nunca azul. Ni pensar en el verde.
De vez en cuando el ferrocarril hacía una parada donde no había nada. Noté que entonces bajaban y subían algunos campesinos, tan grises como el paisaje exterior. Seres humanos que me parecían de polvo, la piel reseca, los ojos sin humedad, los labios agrietados, como si no conocieran el agua.
De pronto llegamos a la primera estación de tren que tocamos desde que salimos de Monterrey, con su viejo edificio del estilo prevaleciente en la época en que fue presidente Lázaro Cárdenas y, desde luego, a un lado de la vía, la torre con su depósito de agua sobre ella. Tras la minúscula y antigua pero bien cuidada estación, se escondían una casas viejas, bajas y empolvadas.
Alrededor de los vagones bullía una pequeña multitud de hombre y mujeres también de polvo, ofreciendo diversas clases de bebidas y alimentos cuidadosamente ordenados en canastas campesinas o tablas rústicas cargadas en un hombro.
Pasó el conductor diciendo en voz muy alta: ‘Paredón. Quien vaya a viajar en el otro tren que baje rápido y aborde el de Torreón, que ya se va.’
Descendí y quedé inmerso en el bullicio. Frente al convoy en que llegué estaba otro del que bajaba también mucha gente. Los que abandonaban un convoy abordaban el otro. Los vendedores de alimentos y bebidas insistían a unos y otros para que compraran sus productos o los ofrecían y entregaban a través de las ventanillas de los vagones atestados. Todo sucediendo en un campo cubierto de un polvo fino que se levantaba con el tránsito de tanta gente.
Atrapado por el sorprendente barullo, poco a poco la llanura que nos rodeaba tras la estación y por su frente, hacia donde se extendía generosa, volvió a sobrecoger mi espíritu, mientras los trenes arrancaban con gran estruendo hacia sus respectivos destinos.
Los ferrocarriles alejándose, uno hacia el norte , otro hacia el este, me transportaron durante unos minutos junto a mi padre, yo de seis, ocho o diez años, tomado de su mano, viendo alejarse los trenes en las diversas estaciones que tantas veces visité con él cuando era niño.
El regreso a la realidad fue un choque brutal. Estaba solo, parado en una llanura desértica, bajo un viento helado que mal me tapaba una saca de lana cruda tejida en Chiapas, que hacía mucho había logrado me regalara un viejo amigo que fue maestro por aquellos rumbos.
Giré en redondo. Los pasajeros que cambiaban de tren y quienes comerciaban con ellos ya no estaban. No había nadie. Ni un solo ser vivo al alcance de mi vista. La vía férrea, hacia el sur, se alargaba hasta perderse de vista, recta, sin ninguna curva. A mi derecha la estación del tren, vacía, y detrás de ella, algo que parecía un pueblo fantasma. El bullicio de hacía unos minutos me pareció un sueño del que despertara a una pesadilla absolutamente silenciosa y vacía ¿Dónde iba a encontrar al ejido de “Las Mulas”, si existía? Nada denunciaba que hubiera un poblado cercano o lejano al que pudiera ir, y menos un poblado de campesinos.
Entré a la estación buscando un pasajero rezagado, una afanador, un guarda vías, al jefe de estación. No había nadie. Los hombres de polvo que había visto ¿serían acaso fantasmas? Imposible. Pero el momento era desolador. Cierto, me había sumergido en una ensoñación durante pocos minutos. Los vendedores y los encargados de la estación estarían en algún lugar. Tendría que buscarlos. Después de todo, el desierto, aunque sobrecogedor, no devora a nadie.”

jueves, 8 de septiembre de 2011

Ixtleros de Nuevo León y Coahuila, I (1977-1978)

En los primeros meses de 1977, con apenas un año y medio de constituido como partido político nacional en la capital de la república y menos de seis meses después de la llegada de la primera brigada al estado de Nuevo León para iniciar en esa entidad norteña su construcción, el Partido Socialista de los Trabajadores tenía militantes en varias colonias populares de Monterrey y firmes contactos con grupos campesinos solicitantes de tierras ejidales. De boca en boca, por caminos que desconocemos todos los que colaboramos en desarrollar estas narraciones, les llegó la noticia del partido naciente a unos ejidatarios de ese gran desierto que inicia en San Luis y Zacatecas, cruza Nuevo León y Coahuila y forma parte también de varios estados norteamericanos como Texas y otros.
Esos aguerridos y rudos campesinos, peleando con el desierto que intenta arrebatarles las escasas tierras laborables, han adquirido un temple que muestran en todo lo que emprenden. Concretamente los ejidatarios de los que vamos a hablar viven a la orilla de una pequeña presa, manto de agua conocido como presa “Las Mulas”, más bien un bordo construido a finales del siglo XIX, que se alimenta de los ecurrideros de la sierra que está hacia el noroeste. A unos tres kilómetros hacia el sureste se encuentra un importante empalme y una famosa estación de ferrocarril: Paredón. La relevancia del empalme estriba en que es ahí donde se cruzan dos líneas férreas troncales: la que corre de Torreón a Tampico, durante mucho tiempo el mayor puerto de México en el Golfo, y la que pasa por Monterrey, viniendo desde la ciudad de México, que hacia el norte da servicio a la gran zona carbonífera que está entre Monclova y Piedras Negras, esta última ciudad fronteriza en la que termina el recorrido.
Los campesinos de “Las Mulas”, con el agua de la presa riegan pequeñas parcelas, dan de beber a sus ganados en su mayoría caprinos y mantienen a sus caballos que aún hoy son sus principales bestias de trabajo. Completaban sus ingresos en aquellos años en que sucedió lo que narraremos, tallando lechuguilla, muy abundante en las faldas de la serranía de la que ya hablamos, y vendiendo la fibra a la Forestal F.C.L., federación de cooperativas a la que nos referimos en la entrada anterior. Esos bravos ejidatarios se hicieron militantes del partido naciente y pronto fueron nombrados por muchos otros campesinos de la región como sus representantes en esa etapa de lucha ixtlera que, empezando a organizarse en Paredón, reunió algunos miles de cooperativistas de Nuevo León y Coahuila. Algunos de los viejos del ejido habían participado en la gran caminata ixtlera del 37, que culminó con la formación de La Forestal F.C.L. Muchos otros, entre ellos las autoridades ejidales, eran hijos o nietos de otros talladores que también habían marchado hasta el Distrito Federal y los habían oído relatar cómo habían alcanzado el triunfo. Todos sabían, por haberlo escuchado contar cuando acababa de pasar y ellos eran unos críos, o por lo relatos de las abuelas del pueblo, que Pancho Villa y la División del Norte había alcanzado en la estación Paredón una gran victoria que les permitió, utilizando los ferrocarriles, llegar a Torreón y posteriormente a Zacatecas para derrotar al ejército del traidor Victoriano Huerta.
En ese rincón de la patria, con historia y tradición de lucha, se gestaron entre 1977 y 1978 algunos acontecimientos que iremos narrando poco a poco, pues configuran puntos de paso que nos permitirán, tal vez, entender los caminos que unen un pasado nublado por la lejanía del tiempo pero lleno de entusiasmo y vida, con el presente oscuro y desalentador cargado de nubarrones que nos empujan a creer que todo está perdido.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Jacinto Arriaga y Manuel, hermano de Felipe Gómez (Regresando de Saltillo, Coahuila, 1952)

– ¿Tú crees que los de la Forestal cumplan lo que prometieron?
Manuel Gómez se ve molesto. Sentado al lado de Jacinto, en los viejos asientos del autobús foráneo que se dirige a Monterrey, Manuel duda seriamente que los compradores de la cooperativa vayan a pagar el aumento acordado al kilo de fibra, pero sobre todo piensa que los remanentes seguirán siendo escamoteados.
– Esos cabrones no son de fiar. En eso tienes razón, pero fuimos muchos los que nos juntamos ¿Cuántos seríamos? Yo creo que más de los cinco mil que calculamos en la junta de ixtleros a la que nos quedamos. Y la verdad, sí les creo a la mayoría de los que nos quedamos. Si los de la Forestal no cumplen nos vamos a juntar más. Si en treinta y siete pudimos contra el tal Cedillo y formamos la cooperativa ¿Por qué no vamos a poder empujarlos ahora?
– Pero en treinta y siete el presidente era Lázaro Cárdenas. Ahora con ese ladrón de Miguel Alemán no podemos esperar ningún apoyo.
– Miguel Alemán ya terminó su periodo presidencial y ese viejito Ruiz Cortínez lo vamos a agarrar apenas entrando de presidente. Seguro no será como don Lázaro, pero al principio de su gobierno no va a querer problemas acá en el norte. Con unos seis mil que nos juntemos seguro quita al gerente de la cooperativa. Y ese cabrón no quiere perder el puesto. Yo digo que aunque no quiera va a tener que cumplir lo que prometió. O ¿tu crees que ninguno de los que estaban en la junta, la que hicimos hace rato, le va a llevar el chisme? Bien sabes que siempre tenemos orejas que nos mandan las autoridades. Si en el treinta y siete nos reunimos un chingo, que ¿ahora no podremos? ¡Seguro que sí! Tu sabes que los de Tamaulipas no vamos a fallar.
– ¿Tú crees que había orejas en nuestra junta de hoy?
– Todos los que estábamos ahí lo sabemos bien. Podemos cumplir. Lo vamos a hacer si hace falta. Pero por los orejas insistimos tanto en que si no cumplen nos vamos a juntar un chingo: tantos más cuantos de aquí y tantos de acá. Cada quien dijo bien alto el número que volveremos si hace falta. Tú sabes que algunos le echan de más, pero los pendejos orejas se la creen si lo decimos con mucha seguridad y a las autoridades les tiembla la huila y hasta creen que podemos ser más. Y ahora que va a empezar el nuevo presidente no van a querer borlotes. Van a tener que cumplirnos.
– Pues casi me convences, pinche Jacinto.
Cansados después de un combate que se avizoraba triunfante los dos campesinos se durmieron en sus incómodos asientos.
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La conversación de los dos amigos nos hizo recordar los siguientes datos históricos:
* La Federación Nacional de Cooperativas ixtleras “La Forestal F.C.L.”, se formó después de una larga lucha y una gran marcha campesina que culminó en 1937 en la ciudad de México. La administración del presidente Lázaro Cárdenas otorgó en exclusividad el derecho a la explotación, comercialización y exportación del ixtle de lechuguilla, fibra de alto precio y gran demanda en países de Europa durante casi todo el siglo XX, a La Forestal F.C.L.
* Con ello se rompió el monopolio explotador de empresarios privados, encabezados por un político que de revolucionario se pasó a la reacción, el general Saturnino Cedillo, cacique de San Luis Potosí, que a la postre y por otros motivos escenificó el último levantamiento armado contra la revolución mexicana y que fue derrotado precisamente por el propio presidente Lázaro Cárdenas.
* A partir de 1937 la situación de los talladores de ixtle mejoró notablemente, aunque no lo suficiente para resolver la pobreza de los habitantes del semidesierto del noroeste de la República.
*Como ningún triunfo es perfecto y como La Forestal F.C.L. fue una federación de cooperativas con participación estatal, con el tiempo los gerentes, nombrados por el gobierno, toleraron y/o participaron en la corrupción que escamoteaba periódicamente la entrega a los cooperativistas de las utilidades acumuladas, que los campesinos conocían con el nombre de remanentes. Eso motivó luchas periódicas de los campesinos que lograban triunfos más o menos significativos, dependiendo del grado de organización y movilización que tuvieran los participantes en cada uno de esos combates. Las dos narraciones anteriores a esta nota corresponden a una de tantas de esas batallas.